El Vampiro
La suave brisa que parecía dibujar en el aire con su soplo pausado era lo único que a Alexandre le agradaba de la noche. Y sin embargo era él el protegido de la noche, de la luna y las estrellas, del oscuro cielo que abrazaba París con su manto, tan negro cómo el cabello lacio del joven que ahora ondeaba bailando con elegancia junto al viento. Sus ojos cansados ya del mundo observaban el porte de la ciudad desde su posición en la azotea de un alto edificio con su curioso matiz grisáceo mientras algún que otro suspiro de resignación y melancolía se escapaba de entre sus labios bellos dibujados con maestría en aquel rostro blanco, casi marmóreo, cuya piel tersa y suave era envidia de las jóvenes muchachas que cada noche le acompañaban. Él era hermoso, pero su belleza a veces inspiraba miedo a quienes le rodeaban, siempre parecía tan altivo, tan perfecto… Dejando sus divagaciones perderse en sus pensamientos se concentró en necesidades más urgentes… no le costó apenas esfuerzo la bajada por las escaleras de aquel edificio frío de acero y cristal, que aún parecía más tétrico si cabía por el silencio que podía sentirse en los pasillos abandonados por sus habitantes habituales durante el día, trabajadores de las empresas que allí se alojaban. Cuando salió a la calle abriendo sin dificultad una de las puertas laterales del edificio, el bullicio de la ciudad que había quedado enmascarado por la altura penetró en sus oídos cómo un cuchillo. Nunca había llegado a acostumbrarse a la algarabía del “nuevo París” cómo el solía llamarlo, ni logrado entender la belleza de estructuras cómo el gran rascacielos que ya dejaba atrás perdiéndose entre la multitud con su abrigo largo y negro confundiéndole con la oscuridad que parecía reptar y escurrirse por las esquinas.
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