lunes, 28 de noviembre de 2011

El Vampiro




                                                  El Vampiro





La suave brisa que parecía dibujar en el aire con su soplo pausado era lo único que a Alexandre le agradaba de la noche. Y sin embargo era él el protegido de la noche, de la luna y las estrellas, del oscuro cielo que abrazaba París con su manto, tan negro cómo el cabello lacio del joven que ahora ondeaba bailando con elegancia junto al viento. Sus ojos cansados ya del mundo observaban el porte de la ciudad desde su posición en la azotea de un alto edificio con su curioso matiz grisáceo mientras algún que otro suspiro de resignación y melancolía se escapaba de entre sus labios bellos dibujados con maestría en aquel rostro blanco, casi marmóreo, cuya piel tersa y suave era envidia de las jóvenes muchachas que cada noche le acompañaban. Él era hermoso, pero su belleza a veces inspiraba miedo a quienes le rodeaban, siempre parecía tan altivo, tan perfecto… Dejando sus divagaciones perderse en sus pensamientos se concentró en necesidades más urgentes… no le costó apenas esfuerzo la bajada por las escaleras de aquel edificio frío de acero y cristal, que aún parecía más tétrico si cabía por el silencio que podía sentirse en los pasillos abandonados por sus habitantes habituales durante el día, trabajadores de las empresas que allí se alojaban. Cuando salió a la calle abriendo sin dificultad una de las puertas laterales del edificio, el bullicio de la ciudad que había quedado enmascarado por la altura penetró en sus oídos cómo un cuchillo. Nunca había llegado a acostumbrarse a la algarabía del “nuevo París” cómo el solía llamarlo, ni logrado entender la belleza de estructuras cómo el gran rascacielos que ya dejaba atrás perdiéndose entre la multitud con su abrigo largo y negro confundiéndole con la oscuridad que parecía reptar y escurrirse por las esquinas. 






Caminó distraído por las callejuelas durante no supo cuánto tiempo hasta que encontró lo que buscaba: una chica de unos diecisiete años yacía tirada en el suelo de un callejón, apoyada en la pared y al parecer ausente del mundo. Alexandre se agachó y su largo y fluido abrigo pareció envolver a la muchacha .La miró, tenía una sonrisa extraña en los labios, y las pupilas dilatadas sin duda por el efecto de una droga. -¿Esto lo haces por olvidar?-preguntó Alexandre casi para sí mismo. La joven le observó con la mirada perdida. -¿Michel?… ¿has venido a buscarme? ya sabía yo que lo harías… Él la miró entristecido. -Sí…-le susurró tras unos segundos de silencio- he venido a llevarte…todo ha terminado. Se inclinó sobre ella hasta que sus labios acariciaban suavemente el cuello de la muchacha. Ella casi no notó el dolor cuando dos afilados colmillos traspasaban su piel hasta llegar a la arteria, succionando después, con cuidado, cada gota de su sangre. Cuando Alexandre se separó de ella su corazón, que hacía unos segundos se esforzaba por no dejar de latir, iba acortando su ritmo, pues se le acababan las fuerzas. Ni siquiera había sentido cómo el tibio fluido rojo se escapaba de ella para ir a parar al cuerpo de aquel joven, dándole algo de color a su rostro y tiñendo sus labios de color carmesí. La miró por última vez y se alejó deprisa de aquel lugar, intentando borrar de su mente la culpabilidad por lo que había hecho, cómo siempre. Se había convertido en un verdugo, pensaba, en un segador de vidas. Él era el consorte de la muerte, el hijo de las tinieblas, el padre de la desgracia. Pero, ¿qué podía hacer él?, se repitió en su mente una vez más, ¿Qué podía hacer si tan sólo era un vampiro?

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